«Mi educación sentimental, la del chico de la Prospe, está marcada por Jimi Hendrix: americano, ácrata, alucinado y negro. Pa que veas».
Vuelve el Gran Wyoming a las librerías por la puerta grande. Hijo de los cincuenta, niño de los sesenta, contestatario y hippy en los setenta, el artista y originalísimo personaje conocido como Gran Wyoming tuvo una infancia que hoy consideraríamos asilvestrada. Los chicos de entonces se pasaban la vida a la intemperie, en la calle o en el prado, más que nada porque en casa molestaban. El pequeño Monzón fue abriendo los ojos a la vida en un reseco pueblo manchego y en el barrio madrileño de
Prosperidad, por entonces una especie de reino o república independiente del lejano centro de la capital.
Este libro nos recuerda con extraordinaria viveza y mucha pasión cómo era la vida en la larga recta final del franquismo. Una evocación a ratos cruda, a ratos desternillante, donde el autor no esquiva nada, ni siquiera los defectos que, ya de pequeño, le adornaban a él mismo. Un desenfadado fresco de la España de entonces; cuando la gente se santiguaba al pisar la calle, cuando en comisaría, en el cuartelillo o en
la parroquia te daban certificados de buena conducta, cuando de sol a sol los campesinos se dejaban la vida en los secanos y los niños, llenos de costras y magulladuras, hacían lo que les daba la gana hasta que volvían a casa, incluso cochinadas que el pequeño Monzón no entendía:
«Yo venía de un sitio donde la picha no se enseñaba». Del sórdido colegio de párvulos a la libertad del Ramiro, la recaída en los Agustinos. El Opus, la OJE, la Facultad de Medicina y el antifranquismo. Y, más tarde, el extranjero: Ámsterdam, Irlanda, Londres. Ciudades en las que el sexo y la música eran casi una religión.